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1966 |
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Alcohol, racismo, chantaje, tenencia de armas, petróleo, ambición, traición, envidia; en definitiva, un durísimo y crítico retrato de la sociedad americana (aunque toda esta vileza es extrapolable a cualquier sociedad y rincón del mundo) que sigue obcecada en burlar la ley y tomarse la justicia por su mano, mientras una viejecita beata, reza por todos los habitantes de ese pueblo demencial donde reina el caos más violento. ¿Sabrá que vive entre Sodoma y Gomorra? Sin embargo el castigo no se cierne sobre la masa depravada y corrompida, esa Santa Inquisición que se arroga el derecho a linchar a quien sea por puro divertimento, entre polvos extramaritales, copas, más copas y fiestas fastuosas.
Todo funciona del revés: el preso fugado, acosado e idolatrado por las adolescentes, pero acribillado como un perro, es el único inocente en este baile de malditos, de esta historia de pan y circo donde los cristianos se convierten no en leones sino en hienas, donde sólo Brando representa una ética y una decencia a prueba de balas: “todas las buenas intenciones del sábado noche se olvidan con la resaca del domingo”.
El reparto: Marlon Brando, Robert Redford, Angie Dickinson y Jane Fonda, James Fox (jovencísimo, casi irreconocible), E.G. Marshall y Miriam Hopkins, además de Robert Duvall. Algo que me llama muchísimo la atención, precisamente: contando con uno de los elencos actorales más envidiables del cine americano de la época, la mitad de sus grades intérpretes sobran. Y es más, juegan en contra de la película; al despiste.
Me quedo con la soberbia actuación de Brando, de Dickinson y de Marshall.